No pude dormir bien. No es la primera vez, me pasa seguido. Esta vez fue una fosa nasal tapada. Al menos fue la excusa. Salí temprano al trabajo, caminé cuarenta y cinco minutos a la oficina, y entré a las ocho y media. Podría hacerlo más rápido: tomar un colectivo, moverme en bicicleta. Pero esas cuadras caminadas son mías. Mi espacio y tiempo. Las plazas y los espacios abiertos. Camino bajo los árboles. Camino junto a los pájaros. Los perros y sus dueños (de los pocos humanos que deambulan por esas horas). Hacía frío para shorts y chomba: había llovido copiosamente toda la noche. El pasto parecía más vivo. Una flor amarilla brillante, consciente del paso de los días, caía de algunos árboles.

Sentado en un puesto, llevo una vida rectangular. El resplandor anodino de la pantalla ilumina mi insignificancia. Aunque mi agenda está vacía no puedo retirarme. Mi vida ya no es mía. Debo permanecer en esta existencia cuadrada. Me pregunto como alguien puede sobrellevar esta realidad tan llena de nada. Intentando responderlo comienzo a escribir…