La puerta se abrió revelando un salón amplio y luminoso. Un ventanal descomunal en el fondo, exponía una vista de toda la ciudad. Era un paisaje sobrecogedor. No tan lejos, se podían ver construcciones emblemáticas como la cúpula del congreso, el ministerio de obras públicas o el obelisco. Incluso, en lo remoto podía divisar la torre de la ciudad. Sin embargo, fue el interior del salón lo que más llamó mi atención. El centro del espacio, lo ocupaba un escritorio de tamaño desproporcionado en relación a las necesidades que una persona podría tener para trabajar. Esta estructura desmesurada, solo tenía sobre su superficie, un velador, un intercomunicador y un vaso transparente con agua. Un hombre calvo me esperaba sentado en un sillón lujoso. «Ese debe ser el director», intuí. Sobre la pared izquierda, además de relieves esculpidos en mármol, y un antiguo reloj de oro, había varias pinturas colgadas. No soy un experto en arte, pero todas las obras me parecieron imponentes. Sin embargo, no fue la ostentación de lujos lo que más me impresionó; sino, un oso de más de dos metros de alto. Ubicado a las espaldas del director, parecía posicionado estratégicamente para enviar un mensaje. Funcionaba: la verdad es que si ese animal se hubiera movido me habría cagado en las patas. Pero no era el único detalle inquietante. En el muro derecho, había varias cabezas de animales acompañadas de fotos de un hombre calvo enseñando los trofeos recién masacrados. «Lindo mural de la muerte», reflexioné. Advertí que me examinaba de arriba a abajo. Al concluir su revisión, me invitó a sentarme en una silla que había de mi lado. Me sentí un poco intimidado. No obstante, estaba determinado a no dejarme amilanar. Desafiante, me acomodé con energía en la silla derecha. Entonces, ese hombre calvo y cubierto de arrugas, comenzó a hablar con lentitud, como arrastrando las sílabas:
—Usted no me engaña —afirmó seco.
Hizo una pausa. Se quedó observándome, como esperando una reacción de mi parte. Pero no me moví: estaba tan cagado que no podía moverme.
—No… Usted no me engaña —repitió—. Es un verdadero depredador.
«¿Eh?»
—El ingeniero Samuel Cohen.
Supuse que sería ingeniero, pero no sabía que su nombre fuera Samuel. De frente todos le decían jefe, al gordo le gustaba así.
—Samuel Cohen fue un soldado indispensable para nosotros.
«Habla de él en pasado. Samuel Cohen está muerto».
—Pero va a estar fuera de acción una temporada.
«Entonces está vivo».
—Vamos a necesitar una persona que dé el paso al frente. Samuel Cohen siempre lo evaluó como el mejor de sus subordinados. Al verlo sé que usted no solo está preparado para esto, sino que tiene destino de ejecutivo.
«Este viejo está chapita».
—Seamos sinceros, en la vida hay depredadores y presas. Pumas y vacas. Cohen era una vaca. Usted es un puma. Ese horrible desorden alimenticio. Hay gente que con la presión se quiebra, y gente que se endurece.
No podía creer lo que estaba escuchando.
—Me llegó el relato de su reacción certera salvando al ingeniero Cohen. Esa celeridad para actuar solo se da en hombres de acción. Usted es como yo: no duda. Mientras que los cobardes se quedan congelados, los hombres de acción actúan.