«Sí sí: los hombres de acción, actúan. Los hombres de pensamiento, piensan. Los hombres redundantes, redundan».
—Y después de lo que pasó usted se presenta al trabajo. Un ser inferior se hubiera tomado el día. En cambio, usted viene sucio, con la camisa manchada de sangre, pero con orgullo.
«¿Tengo la camisa manchada de sangre?», me pregunté. Pero no me atreví a revisar.
—Eso es compromiso. Si me perdona la expresión usted tiene huevos. A los lameculos que tengo, les hubiera dado terror presentarse así en mi oficina. Necesito hombres con esa frontalidad en el consejo directivo.
Sonoramente, se aclaró la garganta: regurgitó las flemas. Bebió agua del vaso haciendo ruido al tragar. Asqueroso, realmente espantoso. En ese momento, una visión me vino a la cabeza: ese hombre era un monstruo. «¿No quiere dejarse devorar? En mi tracto digestivo, usted tendrá una vida segura y apacible», me ofrecía el engendro. «Claro, eso será mientras lo vaya procesando. Entonces, lo mejor de usted será mío, y el resto será defecado. Pero no se preocupe, yo lo voy a cuidar. Mientras no se ponga picante, estará dentro mío, mucho, mucho tiempo».
Debo admitir que no presté atención a sus últimas palabras. En una especia pseudo-arenga motivacional, el monstruo seguía enfrascado elogiando mis condiciones. Tampoco estoy interesado en recordarlo. Al cabo de un tiempo que ahora no puedo precisar, presionó un botón en el intercomunicador:
—Julieta, por favor muéstrele el piso para ejecutivos a mi joven amigo —ladró al micrófono—. Ahora vaya con mi secretaria, joven. Quiero que vea cuál es su futuro en esta organización. Después tómese el día. Límpiese y vuelva fresco el lunes. Espero mucho de usted.
Me levanté profundamente confundido, sin decir una palabra. Aún seguía atónito cuando salí de la oficina del director. En la recepción, la secretaria más joven me esperaba. Incrédula, me examinó con detenimiento:
—Por aquí, señor.
«Señor», pensé. Me llevó al piso de abajo. Francamente, no tenía interés en lo que me iba ofrecerme, pero me pareció de mal gusto ignorarla. Eso, y además Julieta estaba buena. ¿Qué puedo decir en mi defensa? Su cabello, recogido prolijamente, era oscuro, pero sus ojos claros. Vestía bien, con mucha clase, pero sin buscar destacarse. Era muy joven para su posición. «¿Se la estará cogiendo el viejo?» Me agarró una punzada de culpa por mi malicia.
«Esto no está tan mal». El nivel al que me condujo era lujoso. Todo el lugar era de uso exclusivo para los directivos. Fuera de los espacios estrictamente de trabajo, como la sala del consejo y las oficinas privadas de los ejecutivos, el sitio parecía un spa. Había un gimnasio, sauna, sala de masajes, y hasta una mini piscina. En el recorrido me puse a hacer migas con Julieta. Cinco minutos antes no me hubiera dado ni la hora, pero ahora yo era el elegido del gran jefe. Empecé tirando un par de chistes malos, como para entrar en calor. Comencé a tutearla, me relajé.